Las siguientes palabras se encontraron escritas en la lápida de un obispo anglicano en la Abadía de Westminster:
“Cuando era joven y mi imaginación no tenía límites, soñaba con cambiar el mundo.
Según fui haciéndome mayor, pensé que no había modo de cambiar el mundo, así que me propuse un objetivo más modesto e intenté cambiar sólo mi país.
Pero, con el tiempo, me pareció también imposible. Cuando llegué a la vejez, me conformé con intentar cambiar a mi familia y a los más cercanos a mí.
Pero tampoco conseguí casi nada. Ahora, en mi lecho de muerte, de repente he comprendido una cosa: si hubiera empezado por intentar cambiarme a mí mismo, tal vez mi familia habría seguido mi ejemplo y habría cambiado, y con su inspiración y aliento quizá habría sido capaz de cambiar mi país y —quien sabe— tal vez incluso hubiera podido cambiar el mundo.”
Después de leer el texto anterior, y parafraseando, más de uno podría escribir lo siguiente:
“Cuando era joven y tenía la ilusión de cambiar la vida política de mi país, me afilié a un partido político.
Como el tiempo pasaba y no conseguía absolutamente nada me propuse algo más modesto: cambiar las formas y algunos contenidos del partido.
Viendo que era empresa imposible llevar a buen término idea tan seductora, intenté hacer los cambios en el ámbito comarcal y local. El esfuerzo resultó estéril, ya que los resultados fueron nulos.
Hoy, después de muchos años de militancia, me encuentro dentro y fuera del partido, observando su trayectoria, sus mensajes, a veces incoherentes, sus mensajes, y hasta las luchas intestinas por buscar o conservar el poder, y he llegado a comprender algo muy sencillo: si hubiera intentado cambiarme a mí mismo, quizás mis compañeros hubieran seguido mi ejemplo y hubieran cambiado sus actitudes y comportamientos, y éstos hubieran influido en los superiores provinciales y autonómicos, y quizás los aires de renovación hubieran llegado a la cúpula del partido, que a su vez hubiera podido determinar ciertas acciones que mejorarían el bienestar de España”
Leído lo anterior, es muy posible que aflore en nosotros algo que llevamos dentro (“In interiore hominis habitat veritas”): el sentido crítico hacia lo que nos rodea y la ilusión de cambiar para mejorar.
Cuando la crítica es un análisis objetivo de los hechos, alejado de una predisposición negativa, nos proporciona rectitud en los juicios y fiabilidad en la valoración, lo que la convertirá en una crítica constructiva.
Si empezamos la crítica por nosotros mismos, seguramente esta reflexión nos reporte humildad, objetividad y comprensión con los actos ajenos, y así podamos entender mejor a los demás después de haberlo hecho con nosotros mismos. La consecuencia inmediata es saber aceptar la crítica ajena y modular la nuestra.
El momento de la crítica propia y ajena es el comienzo del cambio. Quien no hace nada no será criticado, pero nadie le tendrá en cuenta. Se critica a quien se mueve, y sobre todo, lo hacen quienes no hacen nada positivo, pues ven inconscientemente comparadas sus vidas. También le critican quienes piensan y actúan de modo contrario, convirtiéndolo en enemigo cuando sólo deben ser adversarios (políticos). También le criticarán, con frecuencia, quienes piensan igual y tienen los mismos intereses, pero lo hacen por celos o envidia.
El que desea cambios es criticado por quienes no hacen nada (prescindibles) y por quienes hacen algo, lo mismo o lo contrario (imprescindibles). ¿Merece la pena intentar cambiar ciertas estructuras políticas anquilosadas de algunos partidos políticos que pregonan su democracia interna pero que carecen de ella en la práctica? ¿Merece la pena continuar y apoyar a quienes pretenden acallar las voces de los que quieren mejorar el presente? ¿Merece la pena acompañar a los que consiguen que otros, tan válidos o más que ellos, se retiren, voluntariamente, a los cuarteles de invierno, o que abandonen definitivamente su esperanza de participar en la acción política?
Empecemos por hacer el cambio en nosotros mismos, como señaló el obispo anglicano, y esperemos a ver los resultados.