Dice el Papa Francisco en una entrevista al diario italiano «La Stampa» que la Navidad es para él “esperanza y ternura, el encuentro de Dios con su pueblo”. Añade también que la Navidad le aporta “una profunda paz y una sensación de consuelo”, que con esas sensaciones medita sobre el “sufrimiento de los niños menores y la tragedia del hambre en el mundo" y la única oración que se le ocurre es preguntar “por qué, Señor, por qué”.
Hablar del sufrimiento de un menor hace algunos años en nuestra sociedad occidental habría sido un tema lejano, ajeno y distante. Ese mensaje se reservaba casi en exclusiva a los países del tercer mundo o en conflicto armado, pero no era el más apropiado para comentar en una sociedad que alardeaba de vivir en un estado permanente de bienestar. Sólo era bien admitido si se establecía como un acto caritativo de recuerdo de los occidentales con el dolor y el sufrimiento de los que no lo eran, y limpiar así un poco las conciencias y darse un ligero baño de humanidad.
Pero hablar hoy del dolor ajeno de los menores no nos resulta tan extraño, porque ese sufrimiento se está instalando también en el primer mundo. Aunque no haya guerras, la margura y la consternación crecen cuando el amor disminuye. Y sabemos que cada día surgen más y más fuertes elementos que hacen infeliz al menor y al adulto, quien sufre por él mismo y por el otro, al no poder hacerle feliz.
Hablar del hambre en el mundo hace sólo algunos años en nuestra sociedad del consumo compulsivo resultaba una ironía inconveniente. El hambre ajena la conocíamos por las fotos de niños negros extremadamente delgados y desnutridos, cuyos rostros inocentes de ojos grandes parecían el refugio de multitud de moscas molestas. El hambre parecía ser patrimonio de países pobres que no sabían explotar ni repartir sus recursos naturales, y la hambruna se la apropiaban pobres desgraciados que habían tenido la desdicha de nacer en el lugar equivocado donde la sequía reinaba. Y mientras tanto, la sociedad opulenta vivía de espaldas, si bien es cierto que algunos fueron sensibles y sensibilizaron con aquello que mejor sabían hacer, cantar. Casi nos llegábamos a creer que el hambre era culpa de quienes la padecían, y que si no ingerían más alimentos era porque no tenían ni hambre…Siempre recordaremos aquella canción que nos acercó al dolor y al hambre, y nos trajo un rayo de esperanza.
Pero hablar de hambre en nuestros días, en nuestra sociedad española y en demasiadas familias, es poner frente al espejo a una sociedad degradada, empobrecida y venida a menos por una causalidad depredadora y nada casual. Mientras no analicemos en profundidad el porqué de la llegada del hambre a muchos de nuestros hogares, cuando la creíamos desterrada, estaremos expuestos a que no nos libremos de ella o nos acompañe indefinidamente. Confiar en los que hasta aquí nos trajeron pudo ser un error, pero apoyar a los nos mantienen en el mismo sitio no puede ser de recibo.
Cuando vemos por televisión imágenes de ciudadanos en paro o pensionistas con escasos recursos que rebuscan y recogen comida caducada de los contenedores de basura, la indignación nos invade. Mientras unos se han enriquecido con sobresueldos, ERES falsos, tráfico de influencias y enchufismos, remuneraciones desorbitadas en organismos inútiles, financiaciones y subvenciones indebidas y acciones preferentes, cuentas en Suiza con ingentes cantidades de dinero, otros se están alimentado de sobras y deshechos arrojados a la basura. Hay hambre para los desprotegidos y demasiados lujos para quienes deberían protegerlos. Por desgracia, en España hoy no hay suficientes contenedores para tanta basura...
Cuando hablamos de sufrimiento, dolor, hambre y falta de techo, quizá nos convenga recordar con el Papa Francisco el belén real de hace dos mil años, la auténtica Navidad, que nos traerá la paz y el consuelo que necesitamos para eliminar el sufrimiento y el hambre que nos acompaña.
Para mi que sobra mucho consumismo y falta justicia y caridad. Así de fácil
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