Seguro que la pregunta no nos ha dejado indiferentes. Y aunque es posible que alguien la considere una broma o una simple butade con mayor provocación que contenido y detenga su lectura, habrá otros que, movidos por la curiosidad y el espíritu crítico, continúen leyendo y analizando los argumentos empleados en una previsible contestación positiva.
Hemos oído demasiadas veces tanto en radio como en TV que la desigualdad en España es de las mayores de Europa y que creció desmesuradamente desde el comienzo de la crisis. Y hemos oído decir, un día sí y otro también, a políticos y comunicadores que esa perversa desigualdad había sembrado sobre el suelo patrio demasiada pobreza y miseria, y un gran malestar social.
En esa situación pesimista de postración estábamos cuando un joven economista asegura que se puede llegar a la felicidad desde la desigualdad. ¡Ver para creer y leer para entender! Y no es para menos si partimos de las noticias y estudios publicados sobre la falta de equidad y sus nefastas consecuencias.
Hace unos días tuve la ocasión de leer el artículo “La desigualdad no genera infelicidad. Si hay gente en una situación más favorable que la nuestra, podemos esperanzarnos con la expectativa de alcanzar, con esfuerzo continuado, unas condiciones de vida análogas a las suyas” que Juan Ramón Rallo había publicado en El Confidencial.com. Me llamó la atención el modo valiente con el que refuta ciertos postulados que la izquierda vende como ciertos, y que intentaré resumir aquí, aunque lo interesante es el artículo citado.
Juan Ramón Rallo establece que:
a) La desigualdad “per se” no perjudica el crecimiento económico de un país, sino sólo aquella “que exterioriza situaciones de pobreza que merman la capacidad de desarrollo individual”.
b) Hay personas de distintos estamentos que culpan a la desigualdad de volver infelices a las sociedades por restar bienestar a las personas de renta baja.
c) La desigualdad no implica necesariamente esa pobreza que conduce a la infelicidad.
Y explica también que:
“La desigualdad también puede conllevar un efecto positivo sobre el bienestar: si contemplamos la existencia de personas en una situación más favorable que la nuestra, podemos esperanzarnos con la expectativa de alcanzar, a través de nuestro esfuerzo continuado, unas condiciones de vida análogas a las suyas. Por ejemplo, si los universitarios logran sistemáticamente unos ingresos muy superiores a los de los no universitarios, las familias pobres pueden ilusionarse con la expectativa de que sus hijos accedan a la educación superior y de que, merced a ella, cosechen cuantiosos éxitos profesionales. A esta repercusión positiva de la desigualdad sobre el bienestar podemos denominarla “factor esperanza”.”
Mayor desigualdad no conlleva ni mayor ni menor bienestar a las personas. Aunque sabemos que una sociedad con alta renta per cápita tiene mayor acceso a la felicidad y ofrece mayor igualdad, también es sabido que el bienestar y la desigualdad pueden depender de otros factores ajenos a la riqueza como la edad, la salud, el estado civil, el nivel educativo, las creencias religiosas, la filosofía de vida de cada cual que nos recuerda aquella sentencia de que “no es más feliz quien más tiene sino quien menos necesita”, etc…
El ejemplo de Rallo sobre el grado de felicidad del joven soltero finlandés de alto nivel comparado con el hombre casado haitiano de baja renta nos indica la metodología seguida para realizar su análisis, que guarda relación con el estudio de varios sociólogos preocupados por las consecuencias de la desigualdad, y cuyos resultados se resumen así:
“En el conjunto del planeta, la desigualdad no es que tenga efectos negativos sobre el bienestar, sino que al contrario posee efectos positivos: a mayor desigualdad, mayor felicidad. El resultado puede ser completamente contraintuitivo, pero tiene una explicación muy sencilla tan pronto como desagregamos la muestra entre países desarrollados y países en vías de desarrollo: en los países desarrollados, la desigualdad social exhibe una influencia irrelevante sobre la felicidad (aunque la felicidad sí depende de otras variables que, como el empleo, la educación o la salud, se asocian erróneamente con la desigualdad dentro del imaginario colectivo); en cambio, en los países en vías de desarrollo, la desigualdad suele acarrear efectos positivos sobre la felicidad debido a la potente influencia del “factor esperanza”, a saber, la expectativa de que los ciudadanos más pobres irán prosperando conforme el país continúe creciendo.”
También se constata que el "factor esperanza" estimula la felicidad si la sociedad no percibe que la desigualdad tiene un origen injusto, como en aquellas situaciones en las que el rico vive a costa del pobre y donde la sociedad no permite el salto social de un estrato a otro por la existencia de reglas favorecedoras de los desequilibrios.
En este último caso el “factor esperanza” se transforma en “factor desilusión” generador de frustración y lucha de clases, al que hay que anticiparse con la denuncia y la prohibición de las situaciones de privilegio de unos sobre otros alcanzadas con la utilización de medios ilegítimos como el enchufismo y la corrupción. Además esas formas injustas de desigualdad influyen negativamente en el crecimiento económico de los países y éste lo hace en el bienestar de todas las personas.
El mensaje que machaconamente se lanza de que toda desigualdad es injusta genera infelicidad y tensiones sociales:
“Dar pábulo al discurso marxista de que toda riqueza se construye sobre la base de la explotación no sólo es dar pábulo a una superchería pseudocientífica, sino una superchería que extiende sin razón la infelicidad y que repercute negativamente —vía ruptura de la armonía social— sobre el crecimiento económico (lo que a su vez perjudica, de nuevo, al bienestar de las personas).”
Se generaliza un mensaje negativo y se oculta uno positivo, que es al final el que salva a las sociedades, e incluso se le critica injustamente por crear riqueza y luchar contra el parasitismo:
“Las desigualdades que procedan de un aumento de la riqueza vinculada al esfuerzo, dedicación, diligencia, asunción de riesgos, ahorro o capacidad innovadora contribuyen a impulsar el progreso del conjunto de la sociedad y, por tanto, deberían reforzar nuestro factor esperanza, no nuestro factor desilusión. Las personas que han triunfado pacíficamente y sin privilegios estatales deberían ser reputadas potenciales modelos a emular, no chivos expiatorios a los que culpar de todos los males sociales y hacia los que canalizar nuestros dos minutos de odio diarios.”
Juan Ramón Rallo concluye diciendo que “las políticas públicas no deberían orientarse a imponer una igualdad forzosa de la renta, sino a eliminar todos aquellos obstáculos que frenan el crecimiento económico y que constriñen las oportunidades de promoción social de los más desfavorecidos.”
Visto así el problema desde el punto de vista del articulista, ¿Qué podríamos contestar a la pregunta de si es posible conseguir la felicidad desde la desigualdad? Independientemente de las posibles respuestas, lo positivo está en el momento habido para la reflexión.
Muy interesante y curioso punto de vista que contradice la apuesta del igualitario como fuente de justicia y bienestar
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