(Viene de la entrada anterior AGRUPACIÓN AL SERVICIO DE LA REPÚBLICA: ORTEGA Y LA “RECTIFICACIÓN DE LA REPÚBLICA” (II de V).
Diatriba de la chabacanería y elogio de la pasión.
¿De dónde va a venir el tono y calidad a nuestra historia, sino del tono y calidad que logren alcanzar nuestras vidas individuales? Como en el deporte es necesario un especial entrenamiento y hace falta seguir un régimen de vida que mantenga el cuerpo en forma, asegurando la plena elasticidad de sus facultades, para hacer historia es menester que el ciudadano, el simple ciudadano, el ciudadano, el simple ciudadano, se halle moralmente en forma, tenso como un arco que va a disparar su flecha hacia lo alto. Sin eso no habrá nada. Y uno de los crímenes más insistentes de la Monarquía fue el fomentar continuamente nuestra propensión a la chocarrería, el chiste envilecedor, a las ridículas disputas de casinillo. Bajo atmósfera tal, estad seguros de que las almas no pueden querer lo grande; antes bien, minusculizadas, encanalladas, miopes como ratones se perderán en el laberinto miserable de las querellas de rincón, y no podrán ver las líneas sencillas, pero gigantes, que orientan al pueblo en sus renacimientos. (Aplausos.)
Yo, señores, soy un pobre hombre, con muchas menos pretensiones de las que algunos suponen; simplemente un pequeño ser que ha ligado siempre su microscópico destino individual al ancho macroscópico destino de su raza. Y que por eso, cuando ve que España va a cometer un error o, por el contrario, que puede hacer algo grande, arrostra el ser tachado de pretencioso y abandonando su habitual oscuridad, da al viento la poca cosa de su voz y lanza a sus conciudadanos una advertencia o una indicación. Nada más. Así, yo ahora, en este momento decisivo, comienzo por decir: hermanos españoles, no toleréis en vosotros ni en vuestro alrededor el triunfo de la chabacanería; mirad que por ese punto se ha ido siempre la media toda de las posibilidades españolas; ni consintáis tampoco que domine la vida pública el falso apasionamiento atropellado y pueblerino. Decía Hegel que nada importante se ha hecho nunca en el mundo si no lo ha hecho la pasión. Pero bien entendido, añade, la pasión... fría. La otra, el fácil apasionamiento que nos arrebata un momento, no ha servido nunca para nada estimable. La auténtica pasión creadora de historia es un fervor recóndito, tan seguro de sí mismo, tan firme en su designio, que no teme perder calorías por buscar el auxilio de las dos cosas más gélidas que hay en el mundo: la clara reflexión y la firme voluntad.
Por eso os pido que, juntos en este rato y cualesquiera que sean vuestras opiniones, me dejéis razonar sencillamente sobre los destinos nacionales. (Aplausos.)
La ocasión es magnífica para hacer de España un pueblo de vida contenta y plenaria, respetado por todos los extraños. ¿No es una enorme pena que se desvirtúe esta ocasión para dejar que triunfen las pequeñeces, las manías, las palabras hueras y, sobre todo, la angostura de visión histórica?
Y es evidente que algo de esto está aconteciendo. Conviene que yo evite toda exageración en el diagnóstico y hasta que me oponga a ella. Para exagerar, para desorbitar las cosas, se bastan y se sobran las mesas de café, en torno a las cuales veinte mil tertulias, desde hace cincuenta años, se complacen en desmesurar todos los hechos y descoyuntar todas las opiniones. (Muy bien.)
Nada grave, por fortuna, ni irremediable ha acontecido; pero es evidente que si se compara nuestra República en la hora feliz de su natividad con el ambiente que ahora la rodea, el balance arroja una pérdida, y no, como debiera, una ganancia. No disputemos sobre la cuantía de la pérdida, no disputemos sobre el más o el menos de esta pérdida. Lo que tenemos que hacer es reconocerla. No se han sumado nuevos quilates al entusiasmo republicano; al contrario, le han sido restados. Y si esto es indiscutible, lo será también extraer la inmediata e inexcusable conse-cuencia: que es preciso rectificar el perfil de la República. (Muy bien. Grandes aplausos.)
Nació esta República nuestra en forma tan ejemplar que produjo la respetuosa sorpresa de todo el mundo. Caso insólito y envidiable; acontecía un cambio de régimen, no por manejos, ni por golpes de mano, ni por subversiones parciales, sino de la manera inevitable, exuberante y sencilla, como brota la fruta en el frutal. Este modo, diríamos espontáneo, de nacer la República, nos garantiza que el grave cambio no era una ligereza, no era un capricho, no era un ataque histérico, ni era una anécdota, sino que había sido una necesidad profunda de la nación española, que se sentía forzada a sacudir de sobre sí el cuerpo extraño de la Monarquía.
Lo que no se comprende es que habiendo sobrevenido la República con tanta plenitud y tan poca discordia, sin apenas herida, ni apenas dolores, hayan bastado siete meses para que empiece a cundir por el país desazón y descontento, desánimo; en suma, tristeza. ¿Por qué nos han hecho una República triste y agria bajo la joven constelación de una República naciente? (Muy bien.)
No voy a acusar a nadie, no sólo porque repugno faena tal, sino porque además sería injusto. Conozco esos hombres que hoy dirigen la vida pública española -y me refiero no sólo a los Gobiernos, sino a muchos que militan próximos a ellos-; conozco a esos hombres y sé que la política peninsular no ha encontrado nunca tesoro mayor de buena fe y de prontitud al sacrificio. Lo que pasa es que se han equivocado, que han cometido un amplio error en el modo de plantear la vida republicana. Y aún, si luego tuviera tiempo, me atrevería a demostrar que en buena porción ese error cometido no les es imputable, sino que más bien son de él responsables las clases representantes del antiguo régimen que ahora tan enconadamente combaten a esos hombres. ¿Pues qué? ¿Se quería que después de haberlos mantenido en permanente oposición, más aún, en virtual destierro de los negocios públicos, pudiesen esos hombres de la noche a la mañana improvisar la destreza, la soltura de mano y la óptica del gobernante?
No; hay una porción de error en la actuación de esos hombres, en la de todos nosotros, que no debe avergonzarnos, porque nos viene impuesto por una realidad histórica profunda. No somos culpables de que se haya roto de modo tan total la continuidad de las fuerzas políticas españolas.
Hace diecisiete años, en 1914, en una conferencia juvenil, titulada "Vieja y nueva política", anunciaba yo que esa discontinuidad se produciría por el torpe hermetismo del régimen monárquico, que no permitía la convivencia de todas las fuerzas nacionales, sino que establecía una valla, más allá de la cual quedaban desterrados de los asuntos de España la mayor parte de los españoles.
Parecerá extraño, señores, que comience por defender a los mismos que tengo el deber de criticar; pero la República debe hacer usos nuevos, y sobre todo, nadie espere que por actuar yo ahora políticamente abandone ninguno de los imperativos que han gobernado mi vida, ni renuncie a una sola de las facetas de mi verdad. Quien busque, pues, palabras más desaforadas, o más simplistas, o más injustas, puede, como en el juego de las cuatro esquinas, ir a buscar candela en otra parte donde reluzca. (Aplausos.)
Pero digo que aun restando la dosis de error que, por ser inevitable, no se puede imputar, queda una porción, la más grave y la más sustancial.
¿Por qué? ¿Por qué en torno a la República hay hoy menos fervor que hace siete meses? Esto es lo inadmisible, lo injustificable. Para ver claro en qué consiste ese enorme error conviene retrotraernos a aquellos días en que se preparaba el movimiento revolucionario. En esas horas de lucha, en esos instantes de batalla, las almas se hacen un poco agudas, porque se hacen un poco espadas; las potencias adquieren máxima tensión, y alerta el oído, alerta la pupila, se percibe con gran exactitud la situación histórica de la realidad política. Por eso, porque se acierta en la visión, se logra la victoria; pero luego viene el triunfo, y el triunfo es a veces un alcohol nocivo que obnubila la mente de los triunfadores.
(Continuará en las próximas entradas del blog....)
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